Del cuaderno.
28 de marzo de 2023.
Por un motivo muy simple, porque como humanos nos afecta más el dolor que el placer y por tanto recordamos más las experiencias dolorosas.
Al tenista que ganó la final le dura la euforia unos días, al que perdió le durará la angustia semanas, meses o incluso años. Es un tema evolutivo, de supervivencia.
Profundizando.
Permítame que le cuente una anécdota personal. Tendría yo como 18 años, más o menos. Solía pasar los veranos con mis padres en un pueblecito de Galicia llamado Manzaneda. Como no había redes sociales teníamos que divertirnos con cosas del mundo real. O sea, las cosas son las que deberíamos seguir pasando el rato hoy en día. Todas las tardes íbamos a jugar al baloncesto al colegio del pueblo, para lo cual saltábamos (ignoro si ilegalmente) una alambrada. Un día nos sorprendió una tormenta de verano bastante violenta. Con “aparato eléctrico” que dicen los cursis. Nos refugiamos bajo un tejadito de la intensa lluvia. De repente sentimos un ruido inmenso y el tejado tembló. Cundió el pánico. Todo lo que recuerdo es haber llegado a casa, corriendo, en tiempo record y sin recuerdo de cómo salté la alambrada ni de cómo llegué con el balón en la mano a casa. Llegué totalmente empapado de lluvia y de sudor a partes iguales.
Durante este episodio, visto con perspectiva, sucedió lo que nos sucede a los humanos en situaciones de estrés agudo. De forma automática reaccionamos para salvar nuestra vida de una amenaza. Es algo que nos ha funcionado durante miles de años para sobrevivir. Las personas sin este mecanismo estaban en desventaja y sus genes abandonaban la especie de forma prematura.
En resumen, estamos “programados” para que las experiencias dolorosas nos afecten mucho, incluso sin motivo serio de supervivencia. La evolución de la especie es mucho más lenta que la evolución de la civilización, con lo cual hay una discrepancia entre nuestras capacidades innatas y las exigencias del entorno. Cosas de relativa poca importancia (comparadas con que te ataque un oso) producen la misma reacción física y psicológica que cuando nuestra integridad física está en peligro. O sea, cosas como perder dinero, que nos despida la empresa, etc. van a generar adrenalina, sudores y ritmo cardiaco acelerado.
¿Y qué sucede con las buenas experiencias? Pues que nos producen un efecto placentero, de incluso euforia, pero en mucha menor medida que el dolor nos produce lo contrario. Pensemos en un humano del paleolítico. Para sobrevivir tiene que huir de cualquier amenaza de forma automática. Los hechos negativos se graban a fuego para simplemente seguir viviendo. A la vez, cosas placenteras como cazar un ciervo o tener sexo (propagar los genes) son importantes, pero no tanto. Acordarse de que casi me ahogo en el rio es más importante que acordarse de aquella cacería que salió tan bien.
Aclaro que todo esto no son opiniones. Muchos experimentos psicológicos han demostrado que el dolor se experimenta con mucha mayor intensidad que el placer y esto, como hemos visto, tiene un gran sentido en la evolución del homo sapiens.
Yo por mi parte he dejado de saltar alambradas.
Relación con el ahorro y la inversión.
Hemos comentado que los mecanismos ancestrales, seleccionados durante miles de años, que nos hacen lo que somos como humanos no son necesariamente adecuados para el mundo moderno. Es decir, hoy en día ser devorado por un animal salvaje es algo poco común. De modo que estamos equipados con unos instintos que no son los más adecuados para la vida moderna.
Por otra parte lo importante en cuanto a las amenazas es que las percibamos como tales, no la estricta naturaleza de las mismas. Asimismo conviene recordar que las reacciones de las personas son las mismas ante una situación real que si “imaginamos” dicha situación.
En el mundo de la inversión, las amenazas modernas, equivalentes al oso que perseguía a un antepasado, son las pérdidas (reales o imaginadas) en nuestra cartera de inversiones. O sea, en una crisis, cuando el valor de mercado de nuestra cartera baja un 40% entramos en pánico. Nuestro cuerpo y nuestro cerebro se ponen en modo piloto automático para neutralizar la amenaza. Por eso se producen ventas aceleradas cuando los mercados bajan.
También se producen compras cuando los mercados suben. Podríamos llamarlo el efecto “gustirrinín” o la paradoja de que las inversiones son el producto que se compra más cuando está caro. En este caso el mecanismo es la búsqueda de buenas sensaciones. El caso es que como el dolor se experimenta con más intensidad que el placer, el efecto de los desplomes de mercado por pánico es más notorio que el de subidas por euforia.
Para concluir conviene tener bien clarito que las cotizaciones de nuestros activos son solamente lo que el mercado está dispuesto a ofrecernos hoy por ellas. Desde ese punto de vista las pérdidas o ganancias que vemos al consultar nuestra cartera son en cierta medida “imaginarias”, si no estamos en necesidad de vender claro está. No importa. Nuestro cerebro ve esos rendimientos de inversión como reales, muy reales.
Reflexión improvisada en audio: https://youtu.be/XAXA78Rm0DA
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